Una mirada a África como tablero de la geopolítica internacional

martes, 23 de junio de 2009

El Tribunal Supremo y el misterioso ERE de los funcionarios saharauis (II)

Siguiendo con lo de ayer. Mohamed Fadel Alí Brahim no es el único caso de un funcionario del Sáhara español que ha emprendido la vía de los tribunales para recuperar el puesto de trabajo en la Administración que perdió al tener que huir de la invasión de las tropas marroquíes y mauritanas de la provincia en 1975. Pero el suyo es el primero que, según me ha explicado su abogado, Francisco Fernández Goberna, logra superar una larga carrera a obstáculos de recursos y contrarecursos hasta llegar a la fase final: la de la votación y fallo que el Tribunal Supremo tendrá que hacer mañana, día 24. Al menos otros 18 ex funcionarios de los 3.500 de etnia saharaui que se calcula estaban sirviendo (como españoles que eran) en la Administración han intentado recuperar su puesto de trabajo sin lograr superar la fase previa de admisión de lo que es, en términos legales, un recurso de casación.

¿Contra qué recurre el funcionario Mohamed Fadel? Pues contra las razones sobre las que se asentó la conclusión con la que la Administración, en su caso el ministerio de Hacienda, dio por extinguida su relación laboral y considera que no puede ser "resucitada".

Para entenderlo entramos en el cogollo del misterio con el que, desde Madrid, se ensayó, mucho antes de que se pudiese siquiera imaginar la existencia del tsunami financiero que nos azota desde hace un año, una novedosa fórmula de ERE (expediente de regulación de empleo) para una categoría de trabajadores a los que, hasta ahora, creíamos a salvo del desagradable fenómeno de los despidos masivos.

Según consta en la documentación del caso, uno de los motivos por el que el abogado del estado insiste en negarle a Mohamed Fadel el regreso al trabajo (y suponemos que a los demás funcionarios españoles de etnia saharaui) es que, tras la firma de los llamados acuerdos tripartitos en noviembre de 1975 (ese simulacro de entrega de la soberanía del Sáhara a los invasores), alguien en Madrid tuvo la idea de aligerar la plantilla con una ingeniosa triquiñuela: publicar en el Boletín Oficial del Estado que los saharauis tenían un plazo (hasta el mes de agosto de 1976) para confirmar si querían seguir siendo funcionarios. Como Mohamed Fadel no contestó, pues se le dio por cesado y sin posibilidad de recurrir en el futuro.

Lo mismo se hizo con la nacionalidad: se puso un plazo a los saharauis para que confirmasen si querían seguir siendo españoles y, al no contestar, si te he visto no me acuerdo. Aunque, años después, por la vía legal, se confirmó que eso de los plazos no sirve del todo para quitarle a uno la nacionalidad que le corresponde por nacimiento.

En el caso de la actual reclamación de Mohamed Fadel, el abogado del estado, al parecer, dice que no hay justificación que explique que no se enterase del pequeño trámite que requería su continuidad como funcionario. Pero, como alega el abogado Fernández Goberna, ni está claro que fuese legal la imposición de ese imprevisto y súbito requisito (el de confirmar en un determinado plazo su voluntad de permanecer) y, en todo caso, lo mínimo para que ese plazo pudiese tener cierta verosimilitud es que la Administración se hubiese encargado de hacer llegar esa información a los afectados, lo cual no ocurrió: ni el BOE fue distribuido entre los interesados, ni la Administración pudo siquiera divulgar la noticia del requisito, como hubiese sido lo normal, en carteles bien visibles en las paredes de los edificios principales de las ciudades del Sáhara. Menos aún, estaba la situación como para poner anuncios en los pasillos de los lugares donde estos funcionarios trabajaban (en el caso de Mohamed Fadel en la sede de la delegación del Gobierno en Villa Cisneros).

¿Por qué? Pues simplemente porque para entonces ni los funcionarios de etnia saharaui, ni los de etnia peninsular podían ya acceder a esos edificios que ya estaban en poder de los invasores marroquíes y mauritanos debido a que los soldados que debían haberlos defendido habían recibido la orden de entregarlos sin pegar un solo tiro.

Por lo que se refiere a Mohamed Fadel y sus compañeros, como consecuencia de esa pasividad, para entonces estaban haciendo solos lo que debían de haber hecho conjuntamente con las tropas encargadas de la seguridad de la provincia: defendiendo su vida del ataque de los invasores e intentando salvar a sus familias de los bombardeos de napalm con que las fuerzas aéreas marroquíes, con la ayuda de sus aliados franceses, intentaron aniquilarles definitivamente mientras huían por el desierto.

El misterio del extraño caso del ERE de los funcionarios españoles de etnia saharaui no se agota en estos datos de obvio contexto histórico.

Lo más increíble, añade el abogado, es que cuando 16 años después de haber tenido que esconderse entre las dunas del gran Sáhara Mohamed Fadel dejó de oír silbar las balas y pudo salir de su escondrijo sin temor a ser bombardeado (el alto el fuego de la ONU), se puso en marcha con su camello, atravesó el desierto a través de la frontera con Mauritania, llegó a un lugar civilizado, logró hacerse con un pasaporte, billete de avión o patera (detalle pendiente de confirmar) y llegó a Madrid para preguntar en la sede central de la Administración que qué pasaba con esa mesa de trabajo que le correspondía, se encontró con algo más que la noticia de que se le había pasado un supuesto plazo del que nadie había informado en el Sáhara: fue a los archivos de la Administración de Alcalá de Henares en busca de los papeles necesarios para acreditar su condición de funcionario y en su expediente se encontró que alguien había firmado por él lo que se supone era su renuncia de funcionario.

Evidentemente, como dice Fernández Goberna, el que se tomó la molestia de firmar ese papel debía de estar tan seguro de que Mohamed Fadel nunca iba a poder salir de su escondrijo en las dunas del Sáhara que ni se tomó la molestia de intentar hacer una firma en lo posible parecida a la del funcionario. Lo que quedó estampado en esa falsa renuncia es un garabato tan distinto al auténtico, que el abogado sospecha que era el de uso habitual del osado suplantador.

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